Para preparar el esfuerzo mental, la energía tiene que concentrarse y ser breve, y sobre todo debe tener lugar al principio de la acción. En un movimiento cualquiera, la contracción física y espiritual debe producirse en un instante y afectar a los músculos en estado de relajación, y detenerse también antes de que el movimiento desborde a la conciencia. El impulso inicial del alma viene provocado por una contracción energética, a modo de efecto de catapulta en el seno del aura, a la que sigue una relajación total que permite terminar el movimiento sin que el cuerpo intervenga. La contracción de los músculos sólo ha de durar el tiempo de «despegar», luego lo que sucede a continuación, sigue por sí solo el impulso que el cuerpo ha proporcionado y puede liberarse de él.
Esta movilización intensa y extremadamente breve de la energía explica el que las técnicas ejecutadas por los maestros parezcan tan naturales, sin esfuerzo aparente, aunque particularmente eficaces. Todo reside en el impulso inicial, en la fuerza telúrica que seguida de una total descontracción proporciona la velocidad indispensable de inmersión en lo sagrado. A otra escala más profana, la ley de la energía cinética nos dice que la potencia desarrollada en el impacto por una masa en movimiento crece proporcionalmente al cuadrado de la velocidad de su aplicación, lo que reduce considerablemente el papel de la fuerza muscular por sí sola. La ciencia materialista no inventa nada que la ciencia sagrada no sepa desde hace mucho tiempo, y experimente como sabiduría ancestral, desde los yoguis a los ejercicios tántricos, del ascetismo al arrobo místico. Sí, sabemos desde la antiguedad cómo llegar a la meditación liberadora, que la movilización debe ser breve e intensa y no debe intervenir más que en dos momentos concretos: al inicio, con el fin de elevarse lo más alto posible, y en el momento del «contacto», para que esta «energía cinética» espiritual se transforme en comunión y disolución, en luz que forma parte de la luz cósmica.